Estudio detallado de los desarrollos científicos durante el oscuro periodo medieval
Ciencia, Edad Media y cristianismo
Durante el periodo histórico dominado por Roma, concretamente en su fase imperial, hizo aparición en la historia de occidente una nueva religión cuyos principios vendrían a regir los próximos mil años de Europa.
El cristianismo, reaccionó duramente en sus primeros siglos de formación contra la cultura de mayor prestigio de la época que no era otra que la ciencia y la filosofía griegas.
El larguísimo periodo en el cual Europa estuvo dominada por la religión cristiana en sus diversas formas y variedades puede ser dividido en dos periodos principales: la Alta Edad Media que abarca desde el siglo IV de nuestra era hasta el siglo XI, y la Baja Edad media desde el XI hasta el XIV.
Nada sería más erróneo que despachar esta época con los calificativos de oscura o insignificante considerando cualquier contribución científica de este periodo como un mero chispazo en mitad de la noche. Debemos intentar comprender el papel central de este periodo tan vasto de tiempo muy desconocido e ignorado en el que, sin embargo, hubo actores de inmensa importancia para occidente.
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Alta Edad Media
El Imperio Romano se vino abajo y tuvieron que pasar siglos hasta que se pudiera volver a desarrollar un nuevo orden político estable. E incluso cuando esto se consiguió por primera vez con el imperio carolingio Europa central y oriental era todavía suelo virgen en lo referente a desarrollo social y económico. La población estaba formada en su mayoría por bárbaros que apenas habían sido tocados por el orden y las costumbres romanas. Estos pueblos habitaban regiones despobladas, atrasadas e inconectadas. Hacer de nuevo cultivables los campos y crear un tejido social sostenible exigió siglos y estas tareas consumieron las energías de la gran mayoría de la población. Europa se consumía en la miseria y la pobreza. No había riqueza ni, por tanto, ocio o teoría. Tampoco había ciudades que, tal como hemos visto con las civilizaciones antiguas representan el corazón de toda cultura superior. El tiempo de la ciencia no había llegado.
Entre los Padres de la Iglesia, expuestos en los primeros siglos a los ataques provenientes de la filosofía greco-romana, fue común la idea de que la filosofía en general y las ciencias en particular constituían actividades peligrosas para la fe. La religión importada de oriente enseñaba a vivir a los hombres con los ojos fijos en un reino que no era de este mundo. Ya en los Evangelios y en los hechos de los Apóstoles se muestra rechazo por la cultura greco-romana en la que se conservaba el acervo científico de la antigüedad:
“¿Dónde está el sabio, dónde el erudito, dónde el orador de este mundo? ¿No ha dicho Dios que la sabiduría de este mundo es necedad” Pablo
Si bien muchos de los primeros pensadores cristianos, como San Justino, Clemente de Alejandría u Orígenes se mostraron favorables respecto a la filosofía, Tertuliano representó una de las posiciones más radicales que, sin embargo, refleja con claridad la raíz de la justificación que apartó el saber filosófico del centro de los intereses cristianos:
“No tenemos necesidad de ciencia alguna después de Jesucristo ni más prueba que la del Evangelio; el que cree ya no desea más; la ignorancia es buena, por lo general, a fin de no aprender a conocer lo que puede ser inconveniente”
La actitud escéptica e inquisitiva propia del pensamiento griego fue rechazada en un nuevo marco religioso en el que la fe, la confianza y la aceptación sin restricciones de una verdad revelada constituían el verdadero fin de la existencia humana. La ignorancia, tal como señala Tertuliano, se convirtió para los cristianos en una virtud protectora.
Todo quedó subordinado a la religión, persistiendo la idea de que todo saber mundano está al servicio de Dios y de la de. Como expresión suprema de la existencia humana no valían ni el estudioso ni el sabio sino el santo. Aquí aparece desde el principio la tensión entre ética y ciencia que seguimos manteniendo en nuestros días. Los discursos éticos, relativos al comportamiento y la felicidad emanan normalmente de entornos religiosos y centran sus objetivos en regular las acciones humanas con miras a la bondad moral de cara a la aceptación de una divinidad. La sabiduría o ciencia regula sus acciones siguiendo criterios completamente diferentes como la eficacia, la promesa de éxito, pero en ningún caso el agrado divino. Ello hace que hoy en día sigan activos los debates bioéticos y que no sean, lejos de lo que pensamos, un rasgo propio de nuestra era.
El fin de la mentalidad religiosa medieval no era la búsqueda de la verdad porque la verdad ya estaba dada de antemano en la revelación. No hay investigación, no hay descubrimiento de lo nuevo sino regulación del quehacer a lo que ya se conoce y se sabe. A la tradición, al dogma, al rito sin aportaciones personales ni intentos de alterar o mejorar, ya que es imposible, lo dictado por la divinidad.
Experiencia y auctoritas
En lo que respecta al método el pensamiento medieval no se apoyaba en la experiencia para sustentar sus convicciones (observaciones y registros babilonios) sino ante todo en autoridades consideradas infalibles: la Biblia, los padres y los doctores de la iglesia. El argumento definitivo para la fundamentación e imposición de una tesis no era la apelación al testimonio sino a las Sagradas Escrituras.
La filosofía, en este sentido, sólo muestra su utilidad en la medida en que puede servir para expandir el discurso religioso y ofrecer métodos eficaces para convencer a aquellos paganos familiarizados con su forma.
San Agustín, si bien mantuvo una posición abierta respecto a la filosofía y a su utilidad para la fe, recalcó la idea de la falibilidad de la razón humana, sumergida indefectiblemente en la duda:
“¿Duda alguien de que vive, de que recuerda, de que conoce, quiere, piensa, sabe y juzga? Pues si duda vive; si duda, sabe que no sabe algo con plena seguridad; si duda, sabe que no puede asentir con ligereza. Podrá alguno dudar acaso sobre lo que quiere, pero de esa misma duda nadie puede dudar.
Para la principal cabeza del pensamiento cristiano altomedieval, el ser humano estaba sumergido en una duda insuperable por medio de las herramientas de las que estaba dotado naturalmente. La razón y los sentidos eran incapaces de otorgar un conocimiento cierto en sentido absoluto. Por ello, la verdadera fuente de verdad no debía ser buscada en el mundo natural. No era en virtud de la observación empírica como el hombre podía acallar sus dudas sino mediante una introspección que debe dar la espalda a lo natural y mutable remitiéndose a las realidades metafísicas.
“No vayas fuera, vuelve a ti mismo. En el hombre interior habita la verdad. Y si encontraras mutable a tu propia naturaleza, trasciéndete también a ti mismo.”
Tierra plana
Como reacción a las propuestas helenas aceptadas y difundidas con reverencia por toda la cuenca del Mediterráneo, en una primera fase los cristianos resucitaron una teoría propia de la Edad del Bronce según la cual la Tierra era plana, apoyándose en las aguas inferiores y estando cubierta por las aguas de la bóveda superior. Semejante doctrina tenía su atractivo para los Padres de la Iglesia que consideraban el universo análogo a la configuración del tabernáculo. La teoría de la tierra plana fue sostenida con gran fuerza por la iglesia siria, especialmente por Cirilo de Jerusalén (360) y Diodoro, obispo de Tarso (394) que llegó incluso a decir que el sistema físico defendido por los griegos era ateo.
En la Iglesia occidental esta teoría también encontró eco unida a la noción del tabernáculo si bien en líneas generales se conservó la teoría griega, especialmente la idea de una tierra esférica y un cielo esférico. Ambrosio de Milán sostuvo que los cielos eran esféricos al igual que Agustín de Hipona. No obstante, Ambrosio consideraba que estas cuestiones no eran importantes, pues señalaba que “discutir sobre la naturaleza y posición de la Tierra no nos ayuda a confiar en la vida futura”
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