Descripción de la naturaleza y propiedades del quinto elemento de la teoría física aristotélica: el éter
EL ÉTER EN LA FÍSICA
DE ARISTÓTELES
Según Aristóteles el mundo natural está dividido en dos grandes zonas o regiones que se diferencian una de la otra por el tipo de materia de la que están constituidas.
Mientas que los cuerpos sublunares están configurados por la mezcla de los cuatro elementos simples. (aire, fuego, agua y tierra), la región superior del cosmos está habitada por un conjunto de cuerpos, los astros, cuya principal característica es el movimiento en círculos que deriva, precisamente, de su particular composición elemental: el éter.
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“A partir de esto resulta evidente, entonces, que existe por naturaleza alguna otra entidad corporal aparte de las formaciones de aquí, más divina y anterior a todas ellas; [...] si el desplazamiento en círculo es natural en alguna cosa, está claro que habrá algún cuerpo, entre los simples y primarios, en el que sea natural que, así como el fuego se desplaza hacia arriba y la tierra hacia abajo, él lo haga naturalmente en círculo. [...] Por consiguiente, razonando a partir de todas estas consideraciones, uno puede llegar a la convicción de que existe otro cuerpo distinto, aparte de los que aquí nos rodean, y que posee una naturaleza tanto más digna cuanto más distante se halla de los de aquí”
Aristóteles, Acerca del cielo.I 2, 269a30-b17
Esta otra entidad corporal, y por tanto física, que recibe el nombre de éter configura cuerpos simples a los cuales les corresponden, necesariamente, movimientos simples y perfectos. Es decir, dado que no hay ningún tipo de composición o heterogeneidad en los astros, ya que en su región es monista desde un punto de vista elemental, tampoco puede haber movimientos irregulares o compuestos porque estos son, en el mundo sublunar, resultado de la mezcla de las propiedades dinámicas de los cuatro elementos en cada uno de los individuos particulares.
A un cuerpo simple, por tanto, le corresponde por naturaleza el movimiento más simple y perfecto que es, según Aristóteles, el desplazamiento en círculos pues “[…] lo perfecto es anterior por naturaleza a lo imperfecto, y el círculo está entre las cosas perfectas, mientras que no lo está ninguna línea recta; en efecto, ni lo está la indefinida pues tendría en ese caso un límite y un final, ni ninguna de las limitadas (pues algo queda fuera de todas ellas: en efecto, es posible alargarlas indefinidamente).” (DC.I 2, 269a20-23).
Los astros, que dibujan en su desplazamiento la trayectoria de una circunferencia en un único plano invariable, no tienen gravedad ni levedad ya que ni por naturaleza y tampoco por algún tipo de violencia les es posible moverse hacia el centro del cosmos ni alejarse de él. Ello se debe a que el movimiento circular no tiene contrario alguno respecto del cual se pueda establecer una oposición que permita a estos cuerpos moverse de otra manera. En el mundo supralunar hay un único modo de desplazamiento que dibuja una única forma, con una única dirección y que mantiene una única velocidad constante y uniforme sin ningún tipo de aceleración.
Las propiedades ontológicas del éter
Respecto al carácter ontológico del éter, Aristóteles sostiene que es ingenerable e incorruptible (DC.I 3, 270a12) por la misma razón que explicaba la unicidad de su movimiento: “[…] debido a que todo lo que se produce lo hace a partir de un contrario y un sujeto, y asimismo el destruirse tiene lugar previo un sujeto y bajo la influencia de un contrario para pasar al otro contrario, tal como se ha dicho en los tratados anteriores; ahora bien, las traslaciones de los cuerpos contrarios son también contrarias. Entonces, si no es posible que haya nada contrario a éste por no haber tampoco movimiento alguno contrario a la traslación en círculo, parece justo que la naturaleza libere de los contrarios a lo que ha de ser ingenerable e indestructible: en efecto, la generación y la destrucción se dan en los contrarios.” (DC.I 3,270a15-20)
La explicación teórica de la eternidad e inmutabilidad del éter, así como de aquello que está formado por él, es complementada por Aristóteles con una referencia a los testimonios que se habían conservado desde la Antigüedad según los cuales jamás ha habido cambio alguno en el firmamento. De esta forma, la argumentación lógica viene a ser afianzada por un puntal empírico basado en las observaciones de todos los que se han dedicado a estudiar el cielo y de los cuales Aristóteles dice tener noticia: “Esto se desprende también con bastante claridad de la sensación, por más que se remita a una creencia humana; pues en todo el tiempo transcurrido, de acuerdo con los recuerdos transmitidos de unos (hombres) a otros, nada parece haber cambiado, ni en el conjunto del último cielo, ni en ninguna de las partes que le son propias.
Parece asimismo que el nombre se nos ha transmitido hasta nuestros días por los antiguos, que lo concebían del mismo modo que nosotros decimos: hay que tener claro, en efecto, que no una ni dos, sino infinitas veces, han llegado a nosotros las mismas opiniones.” (DC.I 3, 270b11-20.) Una vez más, las deducciones racionales, a las que Aristóteles llega a partir de las premisas básicas de su teoría, vienen a apoyarse en evidencias perceptivas que asientan su postura sobre la base del sentido común.
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